Cuando Eva Duarte nació en Los Toldos, un 7 de mayo de 1919, apenas habían pasado unos meses de la Semana Trágica. Aquella brutal represión que en plena Capital Federal el Ejército, la policía y los comandos fascistas de la Liga Patriótica llevaron adelante contra los obreros en huelga, dejando un saldo de cientos de muertos, decenas de miles de detenidos y hasta personas desaparecidas, por las que el Estado nunca se hizo responsable. En el país en el que Eva creció, se hablaba mucho de libertad pero, más allá de los avances sociales logrados durante los dos gobiernos de Yrigoyen, las condiciones laborales eran pésimas y se criminalizaba cada protesta que tenía como fin repararlas.
Eva, sin embargo, no fue criada en la ciudad, pues vino al mundo en la inmensidad de la llanura pampeana, aquel tesoro de la oligarquía terrateniente que fue arrancado de las manos de los pueblos originarios y de los gauchos proletarizados: la patria latifundista. De hecho, el padre de Eva, político conservador, era estanciero y se había quedado con tierras en disputa con una comunidad mapuche, desplazada mediante una serie de artilugios legales, posibilitados por una Constitución que no regulaba la función social de la propiedad y que había sido escrita a imagen y semejanza del capital, si era inglés mejor.
Pero Eva no pertenecía a ningún linaje: encarnaba el dolor y la explotación de la Argentina rural.
Porque se encontraba marcada por su condición de bastarda, de hija ilegítima. Dado que no podía aferrarse a ninguna identidad preestablecida, Eva se vio obligada a inventarse su propio camino. Cuando su padre murió, su familia quedó desprotegida, sin ninguna clase de amparo; tal vez por esa razón decidió dejar todos los jirones de su vida en la causa eterna de los desamparados.
En el país no sólo abundaba la desigualdad económica, que llegaría a niveles obscenos durante la Década Infame; también existía una enorme deuda en materia de reconocimiento social. Eva, entre otros y sobre todo otras, era una doña nadie. Pero justamente porque era Nadie y estaba privada de cualquier ligazón simbólica con la Argentina oficial-cuando buscaba integrarse era rechazada-, justamente por eso pudo llegar a ser lo que es.
Ya en Junín, donde se mudó con su madre, su hermano y sus hermanas, empezó a mostrar dotes de vocación artística, de liderazgo y de sensibilidad política. Según una anécdota célebre, cuando falleció Yrigoyen fue la única en la escuela en asistir con un moño negro. En su adolescencia, Eva experimentó las injusticias que conllevaba el mero hecho de ser mujer: además del abandono, la exclusión y la falta de reconocimiento, como muchas otras mujeres sufrió junto con una amiga, por parte de hombres desconocidos, un intento de violación que no llegó a concretarse.
La misma discriminación de género la padeció luego durante los inicios de su carrera actoral en la Ciudad de Buenos Aires, donde Eva se trasladó en un contexto de migraciones internas. La gran urbe representaba la aspiración de progreso y nuevas oportunidades que tenían muchos argentinos y argentinas, aunque la mayoría de ellos y ellas, incluída Eva, tenían que permanecer en un submundo de humillaciones y angustias, y cuidarse y protegerse entre sí ante el desprecio de los poderosos.
En otras palabras: Eva llegó a la capital de la mano de los cabecitas negras y fue gracias a esos cabecitas negras que se convirtió en Evita. Había conocido a Perón en enero de 1944, en medio de las colectas para ayudar a los damnificados por el terremoto de San Juan, y un tiempo antes se había sindicalizado por primera vez, junto con sus compañeros y compañeras de trabajo. Pero sólo después del 17 de octubre de 1945 su lenguaje, sus vínculos, sus análisis de la realidad, sus objetivos y sus esperanzas se politizaron de tal manera que la identidad de Eva Duarte (ahora “de Perón”) pasó a estar definida por lo que ella era para los humildes. Entonces resignificó todo lo que había tenido que luchar en su vida para dedicarse de lleno a la lucha y asumir que tenía un mensaje para predicar y compartir con millones de compatriotas.
El nacimiento de Evita ocurrió en paralelo al nacimiento del pueblo argentino, entendido como una potencia histórica.
Los Nadie devinieron Todo. Los descamisados, los cabecitas negras denostados por los patrones, se volvieron Pueblo. De esta forma, el peronismo subvirtió el orden jerárquico de la Argentina semicolonial, invirtiendo los valores y poniendo primeros a los últimos.
Para la simbología popular, Evita representa muchas cosas. Es vista como un hada mágica que cumplía deseos y atendía necesidades urgentes, entregándole todo su amor a los olvidados, a los postergados, a los sectores más vulnerables. Esta es la Evita que desplegó una obra social memorable, por medio de la Fundación que llevó su nombre y que hizo posible que millones de argentinos y argentinas que nunca habían tenido nada, pudieran acariciar la felicidad y conseguir la autoestima que les faltaba.
Evita fue la santa de los trabajadores y trabajadoras; en ese sentido, con su anuncio revolucionario, imitó a Jesús de Nazaret, hasta el punto de que murió a su misma edad. Dio más de lo que podía dar, mientras recibía violencias de todas partes y cargó con una enfermedad cruel e injusta. Esa fue su cruz. Pero por ese mismo sacrificio una vez muerto su cuerpo permaneció su nombre, como una bandera que todos nosotros y nosotras tenemos la responsabilidad de llevar a la victoria.
Es que Evita, además de ser la que dio sin pedir nada a cambio, fue también una “Evita combatiente”, la de los discursos encendidos y apasionados, la de los insultos a la oligarquía y sus secuaces, la que al mismo tiempo que renunciaba al “honor” de la vicepresidencia quería armar milicias obreras para defender la democracia de los golpistas y enemigos del pueblo que quisieron derrocar a Perón en 1951.
La que entendía perfectamente que para poder dar hay que sacar a quienes se resisten a perder privilegios.
Y esa Evita conduce a la Evita que organizaba, la que fundó el Partido Peronista Femenino y abría unidades básicas, censaba y ayudaba a las mujeres a encuadrarse políticamente en un colectivo mayor. Un Cuadro Político, en definitiva, que se hizo cargo de la realidad de su tiempo, que tenía clarísimo que los derechos hay que conquistarlos y defenderlos y que la lealtad a Perón y a la doctrina hay que probarla todos los días. Porque también sabía y repetía incansablemente que en cualquier instante los hombres y mujeres pueden sacar a relucir sus miserias y olvidarse de dónde vienen o creerse más de lo que son.
De ahí que su lucha, además de contra la injusticia, fuera contra la moderación y el miedo disciplinante y contagioso. El suyo fue un incendiario mensaje de fanatismo y pintarlo de otros colores sería tergiversar la historia. Pero tal vez sólo porque esa mujer se entregó en cuerpo y alma por una Idea y por amor a su pueblo es que todavía hay esperanza. Como parte de su herencia la tenemos a Cristina, tenemos una larga tradición de resistencia y organización y tenemos un pueblo que, por mucho que lo bombardeen, lo fragmenten y lo confundan, no va a perder la memoria de los tiempos felices ni olvidar los grandes ejemplos que iluminaron su camino cuando todo era oscuro y devastador; que le enseñaron que nadie se salva solo, porque el único héroe válido es el héroe colectivo.
Le pese a quien le pese, Evita vive y es millones.