Hace años Máximo Kirchner plantea incesantemente que, para someter definitivamente a la Argentina a los designios del Fondo Monetario Internacional (FMI) y sus dueños norteamericanos, se necesita imponer un programa de triple flexibilización: ambiental, laboral e impositiva. Desmantelar las conquistas de los gobiernos nacionales y populares en esos tres frentes es un deseo del gran poder económico y hoy ya una exigencia explícita de la titular del FMI, Kristalina Georgieva, y del presidente de Estados Unidos, Donald Trump. Hoy el Congreso es el teatro de operaciones de esa triple flexibilización. En simultáneo durante las sesiones extraordinarias convocadas para diciembre, el gobierno de Javier Milei pretende imponer de forma express un paquete de precarización laboral, bajas de impuestos y facilidades para la evasión fiscal, un presupuesto anual de ajuste y motosierra, y finalmente la modificación la Ley de Glaciares.
Ley de Glaciares
La triple flexibilización entró al Congreso Nacional
El Gobierno pretende aprovechar las sesiones extraordinarias para aprobar en bloque la desregulación ambiental, laboral y fiscal que exige el FMI, abriendo la puerta a los provincialismos extractivos y poniendo en riesgo las normas que protegen nuestros hielos, bosques y bienes comunes. Menos controles y más beneficios para empresas transnacionales.
La flexibilización ambiental que reclaman los Estados Unidos y el FMI tiene en su corazón el objetivo de desmontar las principales leyes que hoy le ponen límites al saqueo del territorio. La Ley de Glaciares, la Ley de Bosques Nativos, la Ley del Fuego, y la Ley de Extranjerización de Tierras están en el centro de la ofensiva. Todas comparten algo: establecen barreras claras al avance irrestricto del capital sobre los bienes comunes naturales y, por eso mismo, son un obstáculo para el modelo de país que el gobierno nacional quiere imponer.
Lo que este gobierno presenta como “desarrollo” es, en realidad, una profundización explícita del modelo extractivista más crudo. Un esquema orientado al saqueo de los bienes comunes naturales, que avanza sin límites sobre el territorio, debilita al Estado en su rol regulador y transfiere los costos a la sociedad mientras concentra beneficios en un puñado de empresas, mayoritariamente transnacionales. Esto implica la profundización de las desigualdades, y la extranjerización de recursos estratégicos, consolidando un patrón de dependencia económica que compromete el presente y el futuro del país. Este carácter regresivo e inédito en materia de legislación ambiental responde a una lógica de neocolonialismo que el ministro de Desregulación, Federico Sturzenegger, y el ministro de Economía, Luís Caputo, vienen perfeccionando desde hace años, convertida en un verdadero método de devastación nacional. La flexibilización deliberada de los estándares de protección ambiental —muchos de ellos fruto de largas e históricas luchas sociales— es una condición necesaria para que ese modelo funcione: menos controles, más rentabilidad; más extractivismo, menos soberanía.
Este proceso está atravesado por la renuncia deliberada del Estado a su facultad regulatoria para preservar el ambiente y la calidad de vida de la gente. Como ya dijo la compañera Cristina en el 2022, en un contexto de crisis, ajuste y restricción de recursos, los gobiernos terminan habilitando explotaciones irracionales de todo tipo, aún cuando sus consecuencias se expresan de manera directa en el agravamiento de la crisis climática y el aumento de los desastres socioambientales. La lógica es conocida: quienes vienen a “invertir” imponen condiciones, y cuanto menor es la inversión en seguridad y protección ambiental, mayor es la rentabilidad de los emprendimientos. Así, la maximización de ganancias se construye a costa del ambiente, de la salud colectiva y de la soberanía sobre nuestros bienes comunes.
Desde nuestra organización lo venimos diciendo hace tiempo: detrás de cada intento de degradación ambiental hay intereses económicos y geopolíticos concretos. La disputa por el agua y por los bienes estratégicos atraviesa hoy a todo el mundo. En ese tablero global, Milei se limita a ofrecer nuestros territorios como mercancía barata, subordinando nuestra soberanía, derechos y futuro.
¿Por qué la Ley de Glaciares es estratégica?
La Ley de Glaciares es una ley de presupuestos mínimos, es decir, una norma que fija un piso común de protección ambiental para todo el país, en cumplimiento del artículo 41 de la Constitución Nacional. Las provincias pueden complementar o elevar ese estándar, pero nunca reducirlo. Esa es la base del federalismo ambiental: reglas comunes para bienes que no conocen de fronteras administrativas.
La ley fue sancionada en 2010 con un objetivo claro: proteger los glaciares y el ambiente periglacial como reservas estratégicas de agua dulce. Agua para el consumo humano, para la producción de alimentos, para la generación de energía, para sostener ecosistemas y modos de vida. En un país donde el 75% del territorio es árido o semiárido, los glaciares y el ambiente periglacial cumplen un rol estratégico en el sostenimiento del agua disponible: almacenan agua durante los períodos de acumulación y la liberan de manera gradual en épocas secas, sosteniendo ríos y arroyos cuando ya no hay lluvias ni nieve. Esa función es clave para regiones enteras del país y se vuelve todavía más importante en un contexto de crisis climática, retroceso acelerado de glaciares y eventos extremos cada vez más frecuentes. Menos hielo implica menor aporte de agua en los momentos críticos del año, mayor variabilidad de los caudales y una mayor exposición a sequías prolongadas. Estos efectos no se distribuyen de manera homogénea en la sociedad, sino que afectan con mayor intensidad a las poblaciones más vulnerables, tanto rurales como urbanas, que dependen de forma directa del agua y que cuentan con menores capacidades de adaptación frente a escenarios de escasez.
La ley protege todos los glaciares, cualquiera sea su tamaño, forma o estado de conservación, así como el ambiente periglacial, es decir, aquellas áreas de montaña donde el suelo permanece congelado o saturado en hielo y cumple un rol clave en la regulación del ciclo hidrológico. Así, la ley reconoce algo fundamental: no todo el hielo es visible. Gran parte de las reservas de agua de montaña se encuentran en glaciares cubiertos o en suelos congelados que, a simple vista, parecen una ladera más. Alterar esos ecosistemas tiene efectos acumulativos e irreversibles. Por eso la protección es amplia y preventiva. Para garantizar esta protección, la ley creó el Inventario Nacional de Glaciares, a cargo del IANIGLA-CONICET, uno de los organismos científicos más reconocidos a nivel internacional en glaciología. Gracias a ese trabajo, hoy el país cuenta con información sistemática sobre cerca de 17.000 glaciares.
Qué cambia el proyecto de Milei: de la protección preventiva al permiso para saquear
El proyecto enviado por el Poder Ejecutivo hace unos días no elimina formalmente la Ley de Glaciares, pero introduce una serie de modificaciones que alteran de manera profunda su lógica. El eje común de todos los cambios es el mismo: desplazar un régimen de protección general y preventiva por un esquema de habilitación extractiva caso por caso, con fuerte centralidad en decisiones a escala provincial.
Uno de los núcleos centrales es la desactivación práctica del Inventario Nacional de Glaciares. En el régimen vigente, la inclusión de un glaciar o ambiente periglacial en el Inventario activa automáticamente su protección. El proyecto rompe con esa lógica: el Inventario pasa a ser meramente consultivo y las provincias quedan habilitadas a decidir qué glaciares son protegidos y cuáles no. Esto significa que un glaciar puede quedar excluido del régimen de protección si una autoridad provincial considera que no cumple una función hídrica “relevante”. Estamos ante una flexibilización política deliberada, que relativiza el conocimiento científico para subordinarlo a intereses económicos de las empresas extractivas.
Este corrimiento se profundiza aún más al otorgar a las autoridades provinciales la facultad de definir qué intervenciones constituyen una “alteración relevante” del ambiente glaciar o periglacial. El concepto no está definido en la ley y queda librado a interpretaciones discrecionales. Así, actividades extractivas hoy prohibidas pueden ser evaluadas y eventualmente autorizadas, incluso dentro de zonas inventariadas. A esto se suma la eliminación de la obligatoriedad de la Evaluación Ambiental Estratégica, o sea que ya no se exige analizar el impacto acumulado de múltiples actividades sobre una cuenca o un territorio, el análisis se fragmenta en proyectos aislados, desconociendo que los ecosistemas funcionan de manera integrada y que los daños ambientales no se suman linealmente, sino que en muchos casos se potencian.
En este esquema, el conocimiento científico pierde centralidad. El IANIGLA y el CONICET dejan de tener un rol protagónico en la definición de qué áreas deben ser protegidas y cuáles no, y son desplazados por decisiones político-administrativas atravesadas por conflictos de interés. Se consolida así un modelo en el que quienes habilitan proyectos extractivos son los mismos que definen el alcance de la protección ambiental.
El resultado es un cambio de paradigma: la Ley de Glaciares deja de ser un límite claro y previo frente a actividades de alto impacto y se transforma en un régimen flexible, donde la protección depende de decisiones posteriores, tomadas en contextos de endeudamiento, ajuste y presión empresarial.
El modelo de desarrollo y los provincialismos extractivos
El conflicto expresa una disputa entre dos modelos de desarrollo y dos concepciones opuestas sobre el rol del Estado, el valor estratégico del agua y los límites ambientales en un contexto de crisis climática y creciente presión sobre los bienes comunes. En el fondo, la disputa gira en torno a una pregunta central: ¿los glaciares y el agua deben ser protegidos como bienes comunes estratégicos o tratados como variables de ajuste según la rentabilidad y la coyuntura económica? En un escenario de retroceso acelerado de los glaciares, estrés hídrico creciente y crisis climática global, debilitar la protección de las reservas estratégicas de agua dulce sólo puede entenderse como una definición política supeditada a los intereses de Trump y a los poderes económicos concentrados.
Lejos de fortalecer un federalismo ambiental cooperativo, el proyecto consolida una lógica de provincialismos extractivos. La delegación de decisiones clave para el modelo de desarrollo federal hacia las provincias no implica una ampliación real de su autonomía, sino el traslado de responsabilidades a jurisdicciones financieramente asfixiadas, con presupuestos recortados, dependencia de la renta extractiva y fuertes asimetrías de poder frente a las grandes empresas transnacionales. En este contexto, la autonomía provincial no se ejerce para elevar los niveles de protección ni garantizar derechos colectivos, sino para competir entre sí por inversiones a costa de reducir estándares ambientales.
Lejos de fortalecer un federalismo ambiental cooperativo, el proyecto consolida una lógica de provincialismos extractivos.
Lo que está pasando ahora en Mendoza es un ejemplo claro de la materialización de este modelo de mal desarrollo: la aprobación del proyecto minero “San Jorge”, que avanza sobre cuencas hídricas críticas en un contexto de sequía sin precedentes, desestimando y censurando informes del CONICET-Mendoza que alertan sobre las deficiencias severas en el proceso de evaluación de impacto ambiental. Esta dinámica local, resistida mediante masivas movilizaciones populares en defensa del agua, prefigura el objetivo central de la modificación nacional de la Ley de Glaciares: desregular las zonas de protección hídrica para subordinarlas a los intereses corporativos y geopolíticos de extracción de minerales críticos.
No es anti-productivismo. Es soberanía nacional y justicia social, estúpido
Lejos de constituir una estrategia de desarrollo nacional o de mejora del bienestar general de nuestro pueblo, el modelo que impone el gobierno nacional profundiza la dependencia externa y consolida una lógica de ajuste estructural permanente, en la que el endeudamiento se paga con el saqueo de los bienes comunes naturales, la precarización del trabajo y el deterioro de las condiciones de vida. Estos efectos no son daños colaterales, sino componentes funcionales de un esquema diseñado para garantizar la rentabilidad de los sectores más concentrados y el cumplimiento de compromisos financieros, aún a costa del presente y el futuro de nuestra gente.
Y como ya sabemos, este rumbo se inscribe, además, en un escenario de fuerte restricción externa y profundización del endeudamiento, particularmente con el FMI, y en un alineamiento político y comercial explícito con los intereses de Estados Unidos. La urgencia por generar divisas para afrontar una deuda externa ilegítima y socialmente regresiva opera como principal justificación para avanzar en un modelo de país basado en la reprimarización de la economía, la expansión de actividades altamente extractivas y el ajuste sobre los sectores populares, que son quienes padecen de manera más inmediata y profunda las consecuencias sociales y ambientales de este proyecto.
Pero además, esta orientación es explícita: aparece en los acuerdos y compromisos que el gobierno nacional tiene con los Estados Unidos y el FMI. El programa firmado con el organismo internacional de crédito plantea que las exportaciones mineras podrían multiplicarse por diez si se avanzan reformas estructurales, mientras que el Entendimiento Comercial con Estados Unidos compromete al país a optimizar sus recursos naturales, con énfasis en la minería. Más burdo aún, el CEO de AmCham (la Cámara de Comercio de Estados Unidos en Argentina) expresó hace un mes la necesidad de que la reforma de la ley de glaciares sea tratada en sesiones extraordinarias.
Sabemos que para consolidar un modelo de país que promueva un verdadero desarrollo con inclusión social, debemos incorporar transversalmente la perspectiva ambiental. Esto lo hacemos anclados en el marco de lo que denominamos ambientalismo popular, un ambientalismo que cierre con la gente adentro, que tenga rostro humano, y que visibilice que los más expuestos y perjudicados a la contaminación y la crisis ambiental son los sectores más vulnerables de nuestra sociedad, esos que fueron eternamente invisibilizados y acallados por el modelo extractivista predominante. Por eso rechazamos la falsa dicotomía entre producción y ambiente. Nos oponemos a este extractivismo salvaje, voraz e inhumano. Lo que está en discusión no es si producir o no, sino cómo se produce, para quién y a qué costo.
El peronismo tiene la obligación histórica de dar esta discusión en serio. El aprovechamiento de los bienes comunes naturales sólo es legítimo si garantiza una fuerte presencia del Estado, marcos regulatorios claros, autoridades de aplicación y control robustas, participación pública real, transparencia y beneficios concretos para los territorios. Defender la Ley de Glaciares es defender el derecho al agua, la soberanía sobre nuestros territorios y la posibilidad de un desarrollo nacional con inclusión social en un contexto de crisis climática. Es afirmar, sin ambigüedades, que no todo vale, que no todo se negocia y que el futuro no se entrega para cumplir con los dictados del FMI ni con los intereses del capital concentrado.
Nos oponemos a este extractivismo salvaje, voraz e inhumano. Lo que está en discusión no es si producir o no, sino cómo se produce, para quién y a qué costo.
Los países del Sur Global hemos provisto históricamente los bienes naturales que sostuvieron el desarrollo del Norte, y aun así cargamos con deudas impagables, condicionamientos externos y la injerencia permanente de organismos internacionales sobre nuestras decisiones soberanas. A esto se suma la persecución política contra quienes se atreven a desafiar ese orden, como lo demuestra la condena ilegítima a la compañera Cristina Fernández de Kirchner.
Desde el ambientalismo popular sostenemos que el principal problema ambiental es la desigualdad y que la crisis ambiental es inseparable de una crisis sistémica del modelo económico global. Proteger el ambiente no es otra cosa que proteger nuestra casa común con la gente adentro. Hoy está en juego la posibilidad misma de garantizar condiciones mínimas de vida digna para las futuras generaciones. Por todo esto, resulta imprescindible rechazar este proyecto de ley en su totalidad y seguir construyendo de la mano de las organizaciones territoriales a lo largo y ancho de nuestra Argentina, más y mejor ambientalismo popular.