Política

A 70 años de la Fusiladora

“Che Aramburu”

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Una carta de Perón al dictador gorila en 1956 que puso las cosas en su lugar. Porque más temprano que tarde, las proscripciones son derrotadas y el pueblo vuelve. En la Argentina de hace 70 años como en la de hoy, nos quisieron convencer de que la libertad avanzaba, cuando lo único que avanza es la deuda, la proscripción y el saqueo.

por La Cámpora
16 sep 2025

El 8 de marzo de 1956, Juan Domingo Perón transitaba su exilio en la República de Panamá. Todavía no se habían cumplido seis meses de aquella fatídica semana que separó el levantamiento del general Eduardo Lonardi en la provincia de Córdoba contra el gobierno constitucional elegido por el pueblo de su asunción en Buenos Aires como presidente de facto, bajo la cómplice mirada del cardenal Santiago Luis Copello, quien le colocó la banda y le otorgó el bastón de mando.

 

En apenas cincuenta días, Lonardi era reemplazado por Pedro Eugenio Aramburu y su lema urquicista “ni vencedores ni vencidos” se evaporaba en medio de las represalias y persecuciones que el nuevo dictador lanzó para destruir al movimiento peronista. Antes de concluido el año 1955, la autoproclamada “Revolución Libertadora” había disuelto el partido que gobernó la Argentina desde 1946, encarcelado a sus principales dirigentes, intervenido los sindicatos, purgado las universidades, censurado los órganos de prensa, confiscado los bienes de la Fundación Eva Perón y secuestrado el cadáver de Evita, que estuvo desaparecido durante dieciséis largos años. Tan cierto es que Aramburu e Isaac Rojas desplazaron a Lonardi por considerarlo “demasiado blando” como que ya con Lonardi estaban claros los objetivos de “desperonización del país” promovidos por los insurgentes. 

 

“Sepan ustedes que esta gloriosa revolución se hizo para que, en este bendito país, el hijo del barrendero muera barrendero”, sintetizó perfectamente el contraalmirante Arturo Rial, a escasos días de haberse concretado el golpe.


Semejante pulsión de venganza, alimentada por un odio de clase que no podía tolerar que los peones, los obreros y las empleadas domésticas se atrevieran a mirar a los ojos a sus patrones o pudieran irse de vacaciones a Mar del Plata, para nada se había satisfecho aquel 8 de marzo de 1956 en el que Perón decidió responderle públicamente a Aramburu, luego de que llegaran a sus oídos las acusaciones de cobardía que el dictador le hiciera en una muy poco digna entrevista. “Perón huyó tan pronto como se lo permitieron sus piernas. Es un cobarde; esa es la razón de que haya huido y que haya caído tan pronto”, se jactaba el mismo hombre que le tenía miedo a una muerta y tres meses más tarde resolvería fusilar a traición en plena madrugada y en un basural a doce civiles desarmados. 


Muy por el contrario, Perón puso a disposición su renuncia para evitar un derramamiento de sangre y una hipotética guerra civil como había acontecido en España.

No tenía dudas de que cuando el almirante Rojas amenazaba con abrir fuego contra las destilerías de petróleo de La Plata hablaba en serio. Que Lonardi escogiera el día 16 para sublevarse, a tres meses exactos del criminal bombardeo sobre la Plaza de Mayo, era por sí mismo un mensaje del todo contundente. Para el revanchismo gorila nunca hay personas inocentes. Así que Perón, sin poner a los argentinos de por medio, interpela la hipocresía de Aramburu y lo desafía a encontrarse en “Segurola y Habana”, a ver “si le dura treinta segundos”:

 

“Usted no podrá comprender jamás cuánto carácter y cuánto valor hay que tener para producir gestos semejantes. Para usted, hacer matar a los demás, en defensa de la propia persona y de las propias ambiciones, es una acción distinguida de valor. Para mí, el valor no consiste-ni consistirá nunca-en hacer matar a los otros. Esa idea sólo puede pertenecer a los egoístas y a los ignorantes como usted. Tampoco el valor está en hacer asesinar a obreros inocentes o indefensos, como lo han hecho ustedes en Buenos Aires, Rosario, Avellaneda, Berisso, etc. Esa clase de valor pertenece a los asesinos y a los bandidos cuando cuentan con la impunidad. No es valor atropellar los hogares humildes argentinos, vejando mujeres y humillando ancianos, escudados en una banda de asaltantes y sicarios asalariados, detrás de la cual ustedes esconden su propio miedo. Si tiene dudas sobre mi valor personal, que no consiste como usted supone en hacer que se maten los demás, el País tiene muchas fronteras; lo esperaré en cualquiera de ellas para que me demuestre que usted es más valiente que yo. Lleve sus armas, porque el valor a que me refiero, sólo se demuestra frente a otro hombre y no utilizando las armas de la Patria para hacer asesinar a sus hermanos. Y sepa para siempre que el valor se demuestra personalmente y que, por ser una virtud, no puede delegarse. Hágalo, sólo así me podría probar que no es la gallina que siempre conocí. Si usted no lo hace y el pueblo no lo cuelga, como merece y espero, por salvaje, por bruto y por ignorante, algún día nos encontraremos. Allí, le haré tragar su lengua de irresponsable”.


Como era de esperarse, la respuesta de Aramburu hizo honor a sus antecedentes. Al día siguiente de la carta, el 9 de marzo, se publicó en el Boletín Oficial el Decreto 4161, que consumaba la proscripción del peronismo y volvía impronunciables los nombres de Perón y Evita. Siguieron la derogación de la Constitución de 1949, la incorporación del país al Fondo Monetario Internacional y los tristemente célebres fusilamientos que definieron la verdadera esencia de la revolución oligárquico-clerical.

 

En aquellos meses, los militares que disfrutaban del apoyo formal de los partidos políticos y del respaldo operativo de los ultraviolentos comandos civiles, se ampararon también en los servicios técnicos de Raúl Prebisch, el economista de la CEPAL que puso entre paréntesis su mirada “estructuralista” de la economía para ser el vocero del ajuste neoliberal como única alternativa frente a la “pesada herencia” del gobierno saliente. En un libro brillante, Arturo Jauretche refutó uno por uno los argumentos de Prebisch, pero su marco narrativo volvería a ser empleado por futuras generaciones antiperonistas cada vez que necesitaran justificar brutales transferencias de ingresos en beneficio de los más ricos. 


También quedó como modus operandi de los gorilas hasta el día de la fecha la fascinación por las “asociaciones ilícitas” y la aplicación del “derecho penal del enemigo” contra las legítimas conducciones del movimiento popular. Igual que Rosas un siglo antes, Perón fue juzgado en ausencia, mientras se enteraba por los diarios que la dictadura publicaba el “Libro Negro de la Segunda Tiranía”, montaba Juntas Nacionales de Recuperación Patrimonial y mandaba a la Corte Suprema a sentenciar que el “Tirano Prófugo” fuera desposeído de todos los bienes de los que era propietario en la Argentina. Cuando todavía Clarín no se había transformado en un multimedios capaz de dominar todas las telecomunicaciones del país, Perón advertía en La fuerza es el derecho de las bestias que “se investiga para la publicidad” y que “todo se ha reducido a asaltar y saquear nuestras casas y mencionar lo que poseemos sin interesarles si es bien o mal habido”. 

 

Sin embargo, mantuvo Perón la templanza y los millones de peronistas proscriptos, como los cristianos en la época de las catacumbas, no claudicaron en su lealtad al hombre que les había dejado una doctrina, una organización y una mística. Poco a poco se fue gestando la resistencia.


Poco a poco fue quedando claro que los “libertadores” no eran más que un puñado de asesinos.

Poco a poco “la libertad y la democracia basada en los cañones y en las bombas” sabieron a un gusto repugnante frente a las justas aspiraciones del pueblo, que quería vivir en paz y con dignidad. 

 

Era un pueblo que no olvidaba que cuando Perón llegó al gobierno la Argentina era un país de “vacas gordas” y “peones raquíticos” y que cuando lo derrocaron había sindicatos fuertes, jubilaciones para todos los que trabajan, vacaciones pagas, aguinaldos, cobertura de salud, pensiones a la invalidez y derecho a la universidad. Ahora ese pueblo tenía que volver a luchar para defender lo que era suyo, para ponerle límites a esos señores de traje y corbata-y un poco de acento inglés- que querían explicarle que cada peso de su salario se lo debía a algún acreedor desconocido y que los recursos del subsuelo le pertenecían a alguna corporación extranjera. Frente a las agresiones, los golpes y los retrocesos, ese pueblo no se resignaba a vender su dignidad. Como dijo Perón entonces:

 

“La historia prueba que las doctrinas, para triunfar, necesitan ser combatidas. Ello las fortalece y las extiende. Si los cristianos no hubieran sido arrojados al circo, quizá el cristianismo no habría llegado al siglo XX. Nuestro movimiento es doctrinario. Podrán destruir nuestras estatuas y aun nuestras instituciones, pero, no lograrán neutralizar los sentimientos y la convicción de muchos millones de justicialistas convencidos, místicos y aun fanáticos”.

 

Más temprano que tarde, llega el día en el que el pueblo vuelve a ser protagonista de su destino. Más temprano que tarde, las proscripciones son derrotadas y las conducciones que el poder agravia, difama y demoniza de manera sistemática, son reclamadas para retomar la misión que les fue conferida. En la Argentina de hoy, los reaccionarios de siempre nos quieren convencer de que la libertad avanza, cuando lo único que avanzan son la deuda, la proscripción y el saqueo. Pero si a pesar de las bombas y los fusilamientos, las generaciones militantes que nos precedieron en la lucha fueron capaces de dar vuelta situaciones igual o más adversas, no podemos hacer menos para liberar a Cristina y recuperar nuestra patria de las garras de quienes nos quieren de rodillas y parecen haberse olvidado que somos argentinos y peronistas y que, más temprano que tarde, vamos a volver.