En la misma semana hubo tres movilizaciones que representan, por un lado, algunos de los sectores (minoritarios, por lo menos por ahora) que por causas distintas están enfrentados al gobierno nacional y por el otro, el nuevo tipo de protesta heredero de las jornadas negras del 2001 y 2002.
La dirigencia de las asociaciones que nuclean a los dueños y empresarios de la tierra organizaron “un paro”. No es que le avisaron a la semilla que pare de crecer sino que se pusieron en las bocas de expendio de los granos de exportación, ya que eran pocos como para cubrir las rutas, para que no puedan comercializarse en blanco los granos. Con lo cual, de paso, al disminuir la oferta, aumenta el precio. En todas las legislaciones de cualquier país eso no es un paro, es un delito penal. Y bastante grave. En Argentina, también. Pero los jueces miran para otro lado.
Hubo, también, cortes de calles, el método piquetero que se utilizó durante los momentos de mayor desocupación y precarización laboral donde las organizaciones que nucleaban a estos trabajadores caídos del sistema (perdón, echados fuera del sistema) reconocían que cometían un delito, plasmado en la Constitución incluso, al no permitir la libre circulación pero que lo hacían por razones de fuerza mayor: todos los derechos consagrados en el Artículo 14 -el derecho al trabajo, a la vivienda, etcétera- estaban siendo vulnerados. Por supuesto, tenían razón. Aunque los jueces, en esos casos, no miraban para otro lado y procesaban a los que cortaban las calles y rutas. Esta semana, la CTA Blue, por llamarla de algún modo, la CTA paralela convocó a cortar las calles en reclamos de mejoras salariales que se están discutiendo en el marco de los convenios y las paritarias. O sea, en el ámbito donde corresponde. Una cosa bastante rara.
Y hubo, también, cacerolazos, convocados espontáneamente por cadena nacional de medios hegemónicos (para no decir ilegales, por que queda feo) que no fueron organizados por ningún partido político. Sólo por las principales corporaciones económicas del país. Los caceroludos no tenían una consigna precisa, más bien, contaban a los movileros que no fajaban, que sentían “bronca” o “impotencia” o que estaban “hartos”. Lo decían en la Plaza de Mayo y en reclamo al gobierno. Debería intervenir el Ministerio de Salud. Con una buena terapia esas cosas pueden mejorarse.
Pasa algo con los caceroludos. Algo, también, raro. No se animan a decir cuál es en concreto su reclamo al gobierno. Están en todo su derecho a manifestar sus emociones, sea en el diván de un psicoanalista, en grupos de autoayuda o como insultos a Cristina, pero convengamos que si quieren pedir algo al gobierno lo mejor es que se les entienda. No hay mucho misterio, pero les da verguenza decirlo. No quieren restricciones al dólar, no quieren que eliminen los subsidios a los ricos, no quieren una política económica autónoma y, algunos, tampoco quieren la política de derechos humanos y que la presidenta sea una mujer. Pero no lo pueden decir en público, de ahí que nos cuenten sus emociones.
Las tres protestas, legítimas (decir que una protesta es legítima incluye la práctica concreta: el gobierno no reprime ni prohibe esas protestas, como sucedió, por ejemplo, cuando esas protestas en éste país eran masivas: en las jornadas del 2001 y 2002) tienen un hilo en común: no sólo la oposición al gobierno nacional, sino que perciben cierto clima de debilidad en el oficialismo, extensivo, por su decepción con las oposiciones, al sistema político todo. No creen, digamos, en canalizar esas demandas a través de las instituciones. Sea el Ministerio de Agricultura, el de Trabajo o el Congreso.
Quizás, por eso también, apelan a la repetición, descontextualizada, de las escenas dramáticas del comienzo del fin del neoliberalismo entrando el nuevo siglo.
Las diferencias son tan contundentes, tan obvias para el conjunto de la población -exceptuando, claro está, estas minorías superideologizadas como transferencia de una mala terapia- que quedan en el vacío. Paradójicamente aún cuando hacen mucho ruido, no sólo por que atropellan los derechos de terceros, sino porque los amplifican por la cadena nacional privadas que comanda el Grupo Clarín.
Además de las obvias diferencias económicas -baja de la pobreza, del desempleo, aumentos salariales, asignaciones y jubilaciones universales, etcétera- y políticas -la autonomía nacional, el 54% con que fue reelecta Cristina, etcétera- hay otra diferencia con el 2001 que, esas minorías superidiologizadas comprenden muy bien: existe la ley de medios. Y el clima cultural que esa ley generó. Y las cosas que, al discutir esa ley, la sociedad aprendió.
Tan bien lo saben estas minorías superidiologizadas que terminaron agrediendo cobardemente a periodistas de este diario, de Tiempo Argentino, de Télam y de 678 y Duro de Domar. Porque, simplemente, querían preguntar.
*Por Lucas Carrasco, en Diario Crónica.