Opinión

Ley de ADN

(*) Por Juan Cabandié.

Hay decisiones de Estado que son difí­ciles. Hay decisiones que se toman con la conciencia de que meten mano sobre aspectos sensibles, que trastocan la sensibilidad í­ntima de un ser humano, que revuelve su historia personal, su identidad. Estoy hablando de la nueva ley que permite la extracción de ADN en personas sobre las que pesa la duda sobre su origen.

La desaparición forzada de personas durante la dictadura, tiene una continuidad en el ocultamiento de la identidad de cientos de hijos de desaparecidos. Pocos de ellos adoptados de buena fe, muchos de ellos simplemente robados, continúan la saga de la desaparición de sus padres.

Son personas de carne y hueso a quienes los envuelve una urdimbre de sospechas acerca de su origen. Y eso, esa duda, ese borroso pasado, tampoco podrá negar ni desaparecer lo que cada una de esas personas ya es. Es necesario aclarar esto: recuperar la identidad no significa empezar de cero, de eso doy fe, sino que permite cerrar un cí­rculo, conocerse más a sí­ mismo. Un cí­rculo abierto por el Estado Genocida que debe ser cerrado por el Estado Democrático.

Y estamos hablando de una de las razones del estado democrático: reparar el daño de la dictadura genocida producido sobre la sociedad argentina. Y eso es doloroso, eso significa tomar decisiones difí­ciles, eso significa poner a disposición de todos los instrumentos del Estado el amor que guí­a esta causa.

Bueno es decir que esta ley contó con el voto casi unánime de todos los bloques legislativos. Mucho se habla en estos dí­as de la necesidad de consensos, de decisiones estratégicas, y vaya si esta decisión no se inscribe en esa lí­nea: porque esto permitirá acciones en el tiempo, mas allá de la decisión de los gobiernos, permitirá mejorar los instrumentos de recuperación de las identidades por las que las Abuelas de Plaza de Mayo vienen peleando desde hace décadas en nuestro paí­s. No es una ley contra nadie, ni por una “historia en particularˮ, pero tampoco es una ley que perdona excepciones. Es una ley que, como toda ley, nos iguala ante ella.

Cuando pensamos en los Derechos Humanos, muchas veces acotamos su concepto al alcance de la justicia, al juzgamiento y la condena de los responsables de su violación. Podemos estar orgullosos de que eso está ocurriendo. Pero además, muchas veces, pretendemos ir más lejos, tratando de que esa justicia alcance a los responsables civiles, a los que golpearon la puerta de los cuarteles, a los que diseñaron, como escribió Rodolfo Walsh, “la miseria planificadaˮ. Nunca va a haber una justicia total, una que permita recuperar todo lo perdido. Pero como el reclamo de justicia no está atravesado por un ánimo de venganza, podemos decir que lo que se busca es todo lo posible, todo lo que esté al alcance de obtener la mayor cantidad de justicia y, a la vez, que permita conocer la verdad. La verdad de los hechos. La justicia es un instrumento de la verdad. Y la verdad nos hará libres.

Pero esa justicia, no solamente divide el mundo entre ví­ctimas y victimarios, sino que debe deslizar su luz sobre todo el cuerpo social. Sobre historias y efectos de la dictadura que no son fáciles de resolver. Y de eso hablamos cuando hablamos de la recuperación de la identidad de cientos de jóvenes arrancados de sus padres. Esta ley permite liberar de la ignominia a esos cientos de mujeres y hombres.

La decisión del parlamento nos honra, es el mejor homenaje a la memoria, y es un claro mensaje al futuro: nadie está solo con sus dudas. Todo un paí­s, un Estado, con las Abuelas a la cabeza, están al servicio de la verdad.

(*) Legislador porteño por  Encuentro para la Victoria. Secretario General de la Juventud Peronista.

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