Opinión

El antí­doto

Por  Horacio Verbitsky

La inclusión social y el control polí­tico de las fuerzas de seguridad son el na07fo01antí­doto prescripto por el gobierno nacional para la descomposición de las policí­as provinciales. El Estado Nacional está limitado por las autonomí­as provinciales, pero aun así­ tiene un amplio campo de actuación para confrontar con el modelo vertical y jerárquico y el modo de relación con la sociedad, como fuerzas de ocupación. El rol de la Justicia para desbaratar las redes de ilegalidad con participación policial.

Inclusión social y control polí­tico de las fuerzas de seguridad para incorporarlas a los procesos democráticos en cada una de las jurisdicciones, como ya se hizo con las Fuerzas Armadas. Ese fue el antí­doto contra la extorsión policial que la presidente CFK prescribió en su discurso del 10 de diciembre. Pero mientras las Fuerzas Armadas y las intermedias, como la Gendarmerí­a y la Prefectura, son estructuras nacionales, las policí­as están en la jurisdicción de cada provincia. Una cultura institucional anquilosada se amalgama con el mensaje represivo y autoritario con que los sectores beneficiarios del statu quo económico y social responden a la preocupación por la denominada inseguridad. El gobierno nacional detecta la raí­z del problema, pero cuando habla del control civil sólo percibe a la justicia como un estorbo para la conducción polí­tica de las fuerzas. Esta no es una contradicción menor.

Que una de las provincias castigadas por la sedición y la muerte haya sido el Chaco (donde el flamante jefe de gabinete, Jorge Capitanich, habí­a comenzado la reforma de su policí­a y puesto en marcha el mecanismo local que contempla la Convención contra la Tortura de las Naciones Unidas) también manifiesta la magnitud de las resistencias que el cambio provoca. Una de las ví­ctimas fue el subcomisario Christian Vera, de 36 años. Su familia tení­a una í­ntima relación de amistad con Capitanich, quien pocos dí­as antes habí­a asistido al velorio de la madre del oficial. Vera no se plegó a sus colegas acuartelados e intentó contener un saqueo. Vestí­a su chaleco antibalas, pero el proyectil ingresó por la ingle y lo mató. ¿Fue por casualidad, o el disparo partió de otro profesional que conocí­a dónde termina la protección del chaleco?

Otra pregunta, que escuché con insistencia en Córdoba, ¿cómo pudo haber sólo un muerto si durante toda la noche se escucharon disparos en forma incesante? En cualquier caso, es imposible exagerar la gravedad de los hechos degradantes sucedidos, que tendrán consecuencias económicas y sociales, al adelantar las negociaciones paritarias previstas para el año próximo en las que todos los trabajadores de la órbita del Estado Nacional, las provincias y los municipios reclamarán con estricta justicia igual trato. También afectarán el ví­nculo entre la Nación y las provincias, que no pueden hacer frente a los compromisos arrancados a sus gobernadores. Los alzamientos carapintada, la hiperinflación y los saqueos, la crisis de fin de siglo con todo lo que implicó (descomposición institucional, feroz transferencia de ingresos, surgimiento de nuevas formas de organización social, asesinato de militantes populares), son los otros picos de crisis que dejaron huellas y cuya sombra ominosa sólo pudo disiparse con profundas transformaciones. Este cuadro impone una respuesta lúcida y eficiente de las autoridades, para encarar de una buena vez y a fondo las reformas policiales que se han venido posponiendo durante décadas.

Los pactos rotos

Llegué a Córdoba cuando recién concluí­a la noche del terror, para participar en un homenaje a Marí­a Elba Martí­nez, la abogada defensora de los derechos humanos que murió en agosto. Ella fue la principal impulsora de la causa Menéndez, pero también comprendió que la estructura represiva de entonces se continuaba en dispositivos, métodos y personas, que el sistema polí­tico debí­a purgar y subordinar. Marí­a Elba me habló por primera vez del Tucán Grande y del Tucán chico, los hermanos represores Carlos y Raúl Yanicelli, a quienes el gobierno radical respaldó al frente de las direcciones de Inteligencia y de Drogas Peligrosas. El ex policí­a Luí­s Alberto Urquiza los acusó de haberlo interrogado bajo torturas, en la dirección de Inteligencia policial, la D2, y el gobernador Ramón Mestre y su ministro Oscar Aguad tuvieron que pasar al Tucán Grande a retiro. En 2008 fue detenido y este año condenado a prisión perpetua. Pero De la Sota designó como jefe de policí­a a su ex custodio y al mismo tiempo ex secretario del Tucán Grande, el comisario Alejo Paredes.

En una consagración explí­cita de la autonomí­a policial y la falta de control polí­tico, lo ascendió luego a ministro de Seguridad. Paredes eligió como jefe de policí­a a su compañero en aquella siniestra D2, comisario Ramón Frí­as. El comisario Julio César Giménez denunció que el nuevo jefe lo habí­a amenazado para que dejara de investigar el asesinato de su padre sindicalista, en la D2, si no querí­a que le ocurriera lo mismo. El gobernador debió deshacerse de Paredes y Farí­as en septiembre de este año, cuando el fiscal federal Enrique Senestrari desmanteló la red criminal que vinculaba con la comercialización de sustancias estupefacientes de uso prohibido a los jefes policiales encargados de combatirla. Este quiebre del pacto de impunidad tendrí­a consecuencias, como también ocurrirí­a en Santa Fe con un proceso similar. Otro fiscal federal, Juan Patricio Murray, llevó a la cárcel al jefe de la policí­a provincial, Hugo Tognoli, por su asociación con los traficantes que debí­a combatir. Algo parecido ocurrió en Tucumán.

El fiscal investigador, Diego López Avila, es provincial, pero con la asistencia de una fuerza federal, la Policí­a de Seguridad Aeroportuaria, consiguió la detención del ex subjefe de Policí­a Nicolás Barrera y del ex jefe de la Regional Norte, Héctor Brito, por encubrimiento del crimen de Paulina Lebbos, hija de un ex funcionario del gobernador José Alperovich. En todas esas provincias, la policí­a organizó, favoreció o habilitó los saqueos, como advertencia a los respectivos gobernadores, que cedieron sin dilación. De la Sota prescindió de la cúpula policial que habí­a designado hace apenas tres meses y redujo la jerarquí­a del ministerio a la de una simple Secretarí­a, que ocupará Matí­as Pueyrredón, hombre de enlace entre el poder económico de Córdoba y la Justicia. Como jefe de policí­a asumió el comisario Julio César Suárez, quien responde al ex jefe Ramón Frí­as, y como subjefe el comisario Héctor Alberto Laguí­a, vinculado con Paredes, según me cuenta un estudioso de la institución policial, el periodista Dante Leguizamón.

Laguí­a fue investigado por el pago de adicionales no realizados a un grupo de oficiales jefes, pese a lo cual Paredes lo ubicó en la Dirección General de Administración, que es donde se deciden muchas de las cosas que enojaron a la tropa: el pago de los sueldos, en qué gasta y en qué no su dinero la policí­a, cómo se pagan los adicionales y las compras. Laguí­a pasó al ministerio justo cuando comenzaba el reemplazo de los viejos edificios policiales por nuevas sedes. “El negocio fue fenomenal porque se vendí­a una casona hermosa en plena Nueva Córdoba o un predio de 6 hectáreas en Villa Belgrano que valí­an fortunas y esa plata era administrada sin ningún tipo de controlˮ, agrega Leguizamón. Suárez y Laguí­a tienen poca experiencia, pero fogueados asesores, en lo que se aprecia como una recomposición de los pactos rotos en septiembre.

Una fuerza de ocupación

Cada persona con la que hablé en esas primeras horas de luz contaba que los saqueos se iniciaron en el barrio donde viven los policí­as, cerca del acuartelamiento y con métodos de precisión que descartan cualquier espontaneidad. También señalaban la extrema brutalidad de la respuesta posterior. Luego del duro enfrentamiento, De la Sota y la policí­a se pusieron de acuerdo en señalar como blanco a los barrios populares. Pocos dí­as antes se habí­a realizado la Marcha de la Gorra, que el Colectivo de Jóvenes por Nuestros Derechos convoca desde hace siete años cada 20 de noviembre, aniversario de la sanción de la Convención de los Derechos del Niño. Esta vez asistieron 15.000 personas, que reclamaron la derogación del Código de Faltas provincial, equivalente a los edictos policiales que en la Ciudad de Buenos Aires fueron abolidos por el Estatuto constituyente de 1996 y sustituidos en 2004 por el Código de Convivencia. De la Sota creó el Cuerpo de Acción Preventiva (CAP); firmó un convenio con la Fundación del ex ingeniero Blumberg y el Manhattan Institute, para la instalación de mil cámaras en denominadas zonas crí­ticas y creó un registro de huellas genéticas de sospechosos. Las medidas de patrullaje se reforzaron con la incorporación de helicópteros y la implementación de una “nueva estrategia de ocupación territorialˮ.

También se sancionaron leyes provinciales por las que Córdoba asumió la competencia para investigar y juzgar delitos leves de la ley de estupefacientes y la ley de trata de personas, las mayores cajas policiales junto con la policí­a caminera.

Un informe de la Comisión Cordobesa por la Memoria, en cuyo capí­tulo sobre la seguridad y la policí­a intervinieron los académicos de la Universidad Nacional de Córdoba Magdalena Brocca, Susana Morales, Valeria Plaza y Lucas Crisafulli, sostiene que el gobierno provincial provee a su policí­a cada vez más armamento, tecnologí­a, móviles y efectivos, así­ como mayor autonomí­a operativa. Entre 2003 y 2013 el crecimiento del personal policial superó al de cualquier otra repartición pública: de 13.000 a 27.000 efectivos, pese a lo cual las tasas delictivas se mantuvieron y las contravencionales volaron: en 2005 hubo 8.960 detenidos por contravenciones, en 2011, 73.100, ocho veces más.

El Cuerpo de Acción Preventiva no responde a la estructura de las comisarí­as, sino a un mando propio y centralizado, como el Comando Radio Eléctrico de la dictadura. Este cuerpo “define ˮ“habilita o restringeˮ“ las formas de habitar el territorio urbano de grandes sectores de la población cordobesaˮ, dice el informe. En consecuencia, Córdoba tiene una policí­a joven, casi sin formación profesional, salvo un curso de nueve meses, cuyo verdadero aprendizaje se realiza en la calle con el Código de Faltas como hoja de ruta. Esa subcultura policial, vinculada a la jerarquí­a, la obediencia, la disciplina y el ingreso a una corporación con lógicas violentas, aleja y diferencia a sus miembros de la vida civil. El bajo sueldo básico obliga a realizar adicionales, que la misma policí­a asigna en forma arbitraria. Durante 2012, para duplicar el básico de 3500 pesos era necesario trabajar 16 horas por dí­a. Esta precarización absoluta, con condiciones laborales indignas, conspira contra la eficiencia y la profesionalidad. La ley de seguridad remeda el modelo neoyorquino de tolerancia cero, pero sin la depuración policial que fue uno de sus aspectos. Permite suprimir las libertades con sólo invocar genéricas “razones de seguridadˮ. La ley orgánica define el “estado policialˮ, que obliga incluso a los que están de franco y a los retirados a portar el arma reglamentaria las 24 horas del dí­a, “para prevenir o interrumpir la ejecución de un delito o contravenciónˮ en cualquier lugar y momento.

Así­ se profundiza el carácter de corporación separada del resto de la sociedad, y la posibilidad de reacción violenta y armada frente a conflictos cotidianos de menor importancia. El régimen disciplinario de la policí­a es vago y ambiguo; castiga “la falta de celo o exactitud en el cumplimiento de los deberesˮ, el “descuido en el aseo personal, uso del cabello largoˮ, hasta el “contraer deudas con personas de mala reputaciónˮ o “prestarse a reportajes o formular declaraciones públicas, referidas a aspectos funcionales o de carácter polí­tico, sin contar con la autorización de la superioridadˮ.

Sin códigos

El Código de Faltas fue sancionado en 1994 por unanimidad de justicialistas y radicales, que también acordaron la creación de juzgados contravencionales que lo aplicarí­an. Pero aduciendo la falta de presupuesto los gobiernos de ambos partidos los pospusieron una y otra vez. La facultad de instruir y juzgar a todos los contraventores quedó en manos de la policí­a, que no es entonces un órgano auxiliar de la justicia sino un actor polí­tico que disputa el poder en el escenario público. El mismo año en que la Constitución reformada incorporó diez Tratados Internacionales de Derechos Humanos que obligan a todos los estados provinciales, el Código de Faltas suprimió todos esos derechos en Córdoba y se erigió en instrumento de disciplinamiento social de los sectores marginados y herramienta de gobierno de la protesta social. Cada vez que se lo modificó fue para profundizar su carácter represivo. El comisario puede imponer pena de multa, inhabilitación para ejercer una actividad en infracción, decomiso de un bien utilizado en la falta, prohibición de concurrencia a ciertos espectáculos, cursos educativos, tratamiento terapéutico, trabajo comunitario o arresto. En la práctica esta bonita diversidad se reduce al arresto del contraventor, algo que dificulta su acceso al trabajo y la educación.

El Código castiga conductas como el merodeo sospechoso, la prostitución molesta o escandalosa, los actos contra la decencia pública o la ebriedad molesta. La vaguedad y la ambigí¼edad de estos tipos contravencionales, incrementa la discrecionalidad policial y su selectividad, ya que el propio agente que realiza la detención, completa la definición de la conducta prohibida en el Código. No se sabe qué se castiga, pero sí­ a quién está dirigido: los jóvenes de los sectores altos pasan un máximo de dos dí­as detenidos, dos meses en el caso de los sectores medios y hasta seis meses en el caso de los sectores bajos. Un Código similar que regí­a en Tucumán, fue declarado inconstitucional por la Corte Suprema de Justicia en 2010, en la causa iniciada por José Gerardo Núñez, con el patrocinio de la agrupación de Abogados del Noroeste Argentino en Derechos Humanos y Estudios Sociales (Andhes). Núñez habí­a gritado en la calle durante una discusión de fútbol y el jefe de policí­a lo condenó a seis dí­as de arresto. No habí­a pruebas y los únicos testigos fueron los policí­as que lo detuvieron. La Corte Suprema señaló que al no disponer de un abogado se violó su derecho a la defensa en juicio.

Cuando rigieron los edictos en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, la Policí­a Federal nunca apeló una declaración de inconstitucionalidad, para evitar que la causa llegara a un plenario de Cámara o a la Corte Suprema. De ese modo, sólo valí­a para el caso, y los comisarios seguí­an aplicando los edictos como siempre. En Córdoba no hay defensores públicos y el 94,5 por ciento de los contraventores no ejercen el derecho de designar un abogado de confianza. La policí­a realiza el arresto, instruye el sumario, acusa, juzga y controla la ejecución de la pena, casi como un monarca.

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