Desde que Cambiemos llegó al Gobierno quiso instalar una falsa dicotomía en su política exterior: integración versus aislamiento. El verdadero debate gira en torno a si se busca una articulación internacional con defensa de la soberanía y la producción local, o si se vuelve a una etapa de absoluta subordinación. En ninguna de esas opciones existe el mal llamado aislamiento.
Durante los gobiernos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner, Argentina bregó por una vinculación internacional donde se defendieran los intereses nacionales, haciendo principal énfasis en la consolidación de un bloque regional que implicara una integración mucho más profunda que la meramente económica o impositiva. Macri decidió abandonar ese rumbo y apostar a una sumisión con las potencias mundiales descuidando los intereses locales.
Comenzó haciendo lo posible para que Argentina ingresara al TPP (Trans Pacific Partnership), intención que se vio truncada cuando Donald Trump asumió la Presidencia de Estados Unidos y retiró a su país del acuerdo comercial.
Asimismo, viene trabajando incansablemente para firmar un acuerdo de libre comercio entre el Mercosur y la Unión Europea, donde sectores industriales de distintas ramas de Argentina ya han advertido que las condiciones que se están conversando son desventajosas para el país.
Pero donde mejor se observa el cambio de política exterior y la claudicación en la defensa de los intereses nacionales es en la relación con Estados Unidos a lo largo de estos diecinueve meses.
En primer lugar se amplió la cantidad de agentes permanentes de la DEA en el país y se reabrió su oficina en Salta, en una clara intromisión del país norteamericano en la seguridad interna argentina. También se conoció que Patricia Bullrich firmó un convenio para que agentes locales se entrenen en la Academia Internacional para el Cumplimiento de la Ley en El Salvador, controlada por Estados Unidos y sindicada como una verdadera escuela de adoctrinamiento, sucesora de la tristemente célebre Escuela de las Américas.
A lo anterior se suma el beneplácito argentino para que el FMI vuelva a tener oficinas en el Ministerio de Hacienda donde audite, controle y supervise las cuentas nacionales, como si un país soberano debiera someterse al veredicto de ese organismo para instrumentar políticas públicas.
Luego de la reunión del Jefe de Estado con el Vicepresidente de Estados Unidos, se materializó la subordinación comercial. El gobierno argentino festejó como un triunfo que la administración de Trump quitara, luego de varios años de negociaciones, las restricciones a los limones nacionales en un mercado que puede llegar a los U$S50 millones anuales y que se consolidaría recién en 2018. La contrapartida fue que EEUU le puso un arancel al biodiesel argentino que estará entre el 50,29 y el 64,17%, lo que en la práctica resulta una medida netamente prohibitiva. Esta decisión tomada días después del encuentro entre Macri y Pence afecta de lleno a un mercado que genera U$S1.200 millones.
No conforme con lo anterior, Argentina autorizará la entrada de carne de cerdo estadounidense, lo que afecta la producción local por las estructuras de costos disímiles que hay en cada país, y también introduce un riesgo fitosanitario. En junio de 2016 la importación porcina aumentó un 37,5%, y en el mismo mes de este año trepó a un 115% según alertaron de la Asociación Argentina de Productores Porcinos. La llegada de cerdo de Estados Unidos que se sumará a la proveniente de Brasil y Dinamarca incrementará esos índices perjudicando a la producción nacional. Es inadmisible que un país productor de alimentos genere las condiciones para inundar el mercado interno de mercadería extranjera.
Argentina no estuvo aislada del mundo antes, ni lo está ahora. Lo que debe discutirse es el modo de relacionarse e integrarse. El Gobierno actual propone un paradigma de sumisión sumamente perjudicial desde lo económico y también desde la defensa de la soberanía, la cual es una obligación constitucional.