“La economía es el método, pero el objetivo es cambiar el alma”, aseguraba Margaret Thatcher al explicar las transformaciones que el neoliberalismo buscaba para el mundo.
Lo que la Primera Ministra británica sintetizó con perversa claridad es que el modelo económico propulsado junto a Ronald Reagan durante los años ’80, de mercantilización del sistema y atomización de las fuerzas populares, tenía como fin constituir un nuevo paradigma dentro del entramado social y sus vínculos. Algo así como un “Hombre Nuevoˮ del Che Guevara en la “Comunidad Organizadaˮ de Perón, aunque a la inversa. Desde los experimentos dictatoriales del Plan Cóndor hasta la democracia mutilada de los ’90, el neoliberalismo logró instalar en buena parte del globo un alma sumisa que permaneciera en coma inducido ante la permanente involución de la justicia social.
Pero incluso la armadura mejor forjada muestra siempre una grieta; de lo contrario el crimen sería perfecto. La llegada del nuevo milenio encontró a la derecha afrontando casi con espasmo la oleada de formaciones políticas en emergencia que estaban dispuestas a disputarles el modelo económico establecido y, en efecto, decididas a resguardar sus almas.
Esas experiencias tuvieron como mayor legado el haber recuperado en la población su categoría ciudadana; entendiendo a ésta como la responsabilidad colectiva de asumir las riendas de su propio destino. En contrapartida, sin embargo, la oligarquía sacó a relucir su carta predilecta: un relato de crisis que legitime un Estado de excepción. Consiste, básicamente, en hacerle creer a la población que vivió una fiesta cuyos costos es hora de pagar.
¿Cómo opera ese relato en la sociedad? Jacques Lacan sostuvo en su seminario sobre la ética que “solo se siente culpable quien cedió en su deseoˮ. Es decir, que aquel que creyó la “fantasíaˮ de poder progresar en la vida, naturalmente va a hacer dos cosas: o bien se asume culpable de haber cedido ante el deseo de que la fiesta durara toda una eternidad, o transfiere esa culpa a los que “se robaron todoˮ.
Aguijoneado por la culpa, un individuo siempre decide en contra de sí mismo. Esto se debe en buena parte a la desconfianza y, por ende, a la baja autoestima que un sentimiento culposo genera. De modo que deposita su confianza en aquel que “desvelóˮ la fantasía; encarnado en la figura del mercado.
Nunca falta el Braden criollo dispuesto a abonar ese relato. En especial, a sabiendas que en política todos los caminos conducen a una embajada de Estados Unidos.
He aquí que quedan en evidencia las dos almas que pretenden cambiar los modelos económicos: la que pasa a ser un mero objeto paralizado por la culpa y ensimismado por el miedo, y la que se transforma en un sujeto espoleado por la ética de la responsabilidad y el pensamiento crítico.
Ahora la pregunta principal deviene en si acaso es posible tropezar nuevamente con la misma piedra. Apelando a la máxima freudiana, lo que no se elabora, se repite. Esa es la razón por la que la militancia se torna en la mayor amenaza del neoliberalismo; porque ésta elabora ideas y organiza a los individuos dentro del marco de una ciudadanía activa. Si la sociedad sale del coma inducido comienza a cuestionar todo cuanto se presente en su contra.
Es en virtud de eso que resulta indispensable asumir el desafío de salir a recorrer el camino de explicarle a cada vecino y vecina los mecanismos que una minoría utiliza para manipular las acciones de la mayoría. Convenciendo, a su vez, que la organización popular es el límite de la oligarquía.